Hace un par de días, estuve viendo, en DVD, “ Ahora o nunca “, la nada desdeñable, y hasta emocionante, película de Rob Reiner, protagonizada por esos dos auténticos monstruos de la interpretación, Jack Nicholson y Morgan Freeman, cuya sola presencia justifica su visionado.
Dos personas extrañas entre sí, pertenecientes a estratos sociales muy distintos, ven entrelazadas sus vidas, lo poco que les queda de ellas, cuando comparten habitación en el mismo hospital. Ambos son diagnosticados, casi al mismo tiempo, de cáncer en fase terminal y toman una curiosa decisión que hará cambiar su existencia durante los pocos meses que les quedan. Confeccionan una lista de aquellas cosas que les gustaría llevar a cabo antes de abandonar este mundo. Y lo hacen. ¡¡¡ Vaya si lo hacen !!!.
No cuento nada más, pues os recomiendo su visionado. Como os digo, está francamente bien.
Supongo que, como a todo el mundo, cuando, bien sea en un libro o, como en este caso, en una peli, se aborda un tema que no nos es desconocido, les prestamos mayor atención y nos suele afectar de manera diferente, y mucho más profundamente. Como ya sabréis los que leéis mi Blog, éste es mi caso.
He pasado muchos, muchísimos meses, viviendo más en hospitales que en mi propia vivienda. Primero acompañando a mi querido padre, Juan, y más tarde, pero con una diferencia de pocos meses, con mi añorada madre, Mari.
Mientras todo va bien y no nos vemos obligados a acudir a estos lugares, no valoramos muchos pequeños detalles, en principio sin la menor importancia, pero que, cuando se vive esta experiencia en primera persona, empiezan a cobrar, y nos demuestran sobradamente, su verdadero valor.
Me explico. Cuando, por la razón que fuere, estamos enfermos y rabiando de dolor, es cuando nos damos cuenta de lo maravillosamente bien que nos encontramos cuando gozamos de buena salud. Todo lo demás no importa. Sólo pensamos en el momento en que volvamos a encontrarnos restablecidos y completamente curados.
Estando en un hospital, día tras día, quieras o no, y además de la pena y frustración que te provoca la enfermedad de ese familiar o amigo tan querido, tienes la inigualable oportunidad de compartir ese dolor,con el de otras personas, sus familias y allegados, que se encuentran en similares circunstacias. Les ves al entrar, en tu planta, a la hora de comer, incluso en la cama de al lado. Oyes sus estremecedores llantos, y su aterrador sufrimiento. Y ellos también te ven a ti.
De hecho, en las pocas ocasiones en las que me he visto obligado a volver a un hospital, no he podido evitar pensar en aquél niño de unos 6 o 7 añitos, enfermo de cáncer, con su cabecita pelada y su pijama que, coincidiendo con la hora a la que yo llegaba para estar junto a mi padre, esperaba, a diario, tras los cristales de la entrada, la llegada de los suyos. Aún cuando han pasado ya cuatro años, y mientras escribo estas líneas, se me sigue poniendo la carne de gallina mientras rememoro esos momentos. Una situación dramática, sí, pero, al mismo tiempo, muy bonita.
Conversé con él en varias ocasiones ( acudía a menudo a ese lugar, al obejto de fumarme algún que otro cigarrillo ). En muchas. Y creedme. Es improsionante el valor con el que afrontaba su terrible enfermedad y la ilusión con la que vivía todas y cada una de las horas que allí pasaba, a pesar de los dolores que experimentaba y de las desagradables pruebas por las que tenía que pasar. Esa maravillosa sonrisa con la que recibía a sus padres es indescriptible y soy absolutamente incapaz de reflejarla aquí con meras palabras. Imaginad, por un momento, que fuéseis vosotros los padres de ese niño tras la puerta de cristal. Hacedme ese favor. Pensad en ello unos segundos.
Una situación dramática, sí. Pero, al mismo tiempo, maravillosa y muy bonita. Podría relatar varias decenas de casos similares, pero hoy no lo haré. Algún día, sí que contaré uno de ellos que pienso merece la pena conocer. Dedicaré un post exclusivo a ella, porque se trataba, y ya imaginaréis la razón de escribir en tiempo pasado, de una persona muy especial, que tuvo que enfrentarse a algo más que su enfermedad. Algo terrible, que la asustaba mucho más que su terrible dolencia.
En principio, podríamos considerarlo como una experiencia sumamente deprimente. Pero debo reconocer que, aunque sin duda alguna lo fue, también he de decir que resultó muy estimulante.
Es impresionante comprobar el valor con que el ser humano se enfrenta a situaciones realmente desesperantes y tan dolorosas. Ser testigo directo del consuelo que los mismos enfermos intentan transmitir a quiénes les acompañan, a esos familiares rotos, impotentes a la hora de luchar contra la maldita enfermedad que, irremediablemente, terminará por llevarse a uno de sus seres queridos. De la entereza con que afrontan su muy injusto destino.
Y vuelvo al razonamiento anterior. Mientras estamos en nuestras casas, con nuestros padres, hijos, hermanos, amigos, …, nunca nos da por pensar, y yo también me incluyo, en el hecho de que, en ese mismo momento, hay gente gritando de dolor, familias destrozadas, padres que, a diferencia de nosotros, no tienen a sus hijos sentados con ellos en el sofá viendo la tele o jugando, no, los tienen ingresados en el hospital, malitos, muy malitos. Sé que agobia pensarlo. Pero es la tremenda realidad.
Sin embargo, no pensamos en ello. Es normal, lógico y muy humano. Nos ahogan problemas que realmente no son tan importantes. Al menos, no tanto como los expuestos. Y la prueba de ello es lo poco que nos preocupan, cuando pasamos por esos auténticos calvarios. Envidiamos, como ya he comentado muchas veces en este Blog, a otros por su nivel económico, el coche que tiene, la pantalla plana que se ha comprado, …, y mientras tanto, miles de personas, sin tiempo para tales preocupaciones, permanecen junto a sus seres más queridos, con su mano entrelazada a la de su padre, madre o hijo, en un hospital, incluso en algún lugar mucho peor, rogando porque se produzca ese milagro que, algunas veces, no llega. Ellos sí tienen razón para envidiar a todos los que gozan de buena salud. A los que pueden llevar a sus hijos al colegio, a los que pueden seguir visitando a sus padres en sus viviendas y compartir mesa a la hora de la comida. Y esa envidia no es como la otra, ésta es sana y está plenamente justificada.
El lunes, como casi todos los días, al ver esta película, he recordado lo que viví esos años y cómo esa experiencia alteró mi manera de ver, y, por supuesto, valorar, determinadas aspectos de la vida. Hizo que dejase de considerar importantes un buen montón y que empezara a valorar más otros a los que prestaba una atención que, en ningún modo, merecían. Y, repito, todo aquello resultó, dentro del dolor que inevitablemente sentí, y, por supuesto, sigo sintiendo, prácticamente a diario, por la pérdida de mis queridos y añorados padres, muy estimulante.
Eso sí, por razones obvias, cuanto más se tarde en vivirlo, mucho mejor. A mí me tocó demasiado pronto.